He aquí la segunda parte del relato escrito a cuatro manos, la cual ha sido escrita por mi amigo, compañero y colega Arturo de los Santos. Disfruten.
Últimas miradas
Lo que más me maravilla, es la última mirada de las personas que están a punto de dejar este mundo, para partir hacia ese nuevo sendero en el que nadie sabe qué es, ni siquiera si es un sendero, una luz o la nada. Por eso los observo con placer en ese último instante, tratando de recobrar el aliento sin poderlo lograr, y sintiendo que el oxígeno disminuye, que su cuerpo pierde sensibilidad, hasta que el hilo de aire que les queda, lo absorben con fuerza, para dejar después escapar un vaho violento, seco, el último, antes de que su mirada se desplome y quede frente a frente con la mía, sin parpadear.
Por eso hice lo que hice en mi vida. Y no me arrepiento como la gente cree que debe arrepentirse uno en estos casos. No. Me arrepiento de no haber visto más últimas miradas, más ecos de los pasos de la noche hacia la nada. Por eso estoy en mi celda. Por eso me han recluido en un pequeño cuarto, completamente solo, insultado con el látigo de la soledad.
Pero no es tan malo. De vez en cuando, alguna cucaracha viene hacia mí, en la noche, buscando calor. Eso no es ningún delito. Por supuesto que no. Matar cucarachas, de hecho, corresponde a una actividad lícita y pagada dentro de la sociedad. Exterminadores. Sí. Pero eso es más ruin. Las matan por matarlas. Para aniquilarlas. No les piden permiso. Yo les pedía permiso a mis víctimas, pero por supuesto, en la corte ese es un argumento totalmente fuera de lugar. No me tacharon de loco, aunque no lo esperaba en verdad. Me tacharon de inmoral De desacato. Me esposaron y me encarcelaron. Me condenaron a la soledad, durante un tiempo. Luego, pena de muerte.
Recuerdo a mi primer víctima. Una verdadera delicia. Era un hombre ya mayor. Su vida había declinado a tal grado, que no le quedaban más ganas de vivir. Lo conocí una tarde que estaba en el parque, de noche. Lo observé. Él estaba recogiendo las colillas de cigarro que estaban tiradas por el piso. Las que aún servían. Las levantaba. Las analizaba cuidadosamente. Les quitaba el polvo, la tierra. Luego, las guardaba ceremoniosamente dentro de la bolsa de su camisa ya rasgada. No era pobre, no se veía como tal. Podía comprarse todas las cajetillas de cigarro que pudiera. Eso lo supe cuando le dio un billete grande a un indigente que estaba durmiendo sobre el piso. Lo seguí en su camino. El hombre continuaba recogiendo colillas pisoteadas. En una de esas me acerqué a él y le hablé. Fue amable pero parco. Era comprensible. No desconfiaba de mí, porque sabía que si le hacía algo, le estaría haciendo un favor. Más bien, no quería perder su tiempo charlando con alguien con quien no iba a lograr nada. Le insistí en querer platicar con él. En saber sobre su vida. Él me ignoró durante un buen rato. Se dejaba seguir sin ningún problema. Pero no me hacía caso. Yo hablé tonterías durante todo ese tiempo. Hasta que se cansó, y me dijo directamente “Dame un buen golpe en el estómago, sácame el aliento”. Yo vacilé por un instante. No sabía si hacerlo o no. Para ese momento, aún no había descubierto mi instinto criminal, aún no gozaba con la mirada fría de los últimos instantes en esta vida. Quedé un momento sorprendido. El hombre dejó dibujar una sonrisa leve sobre su rostro, dio la media vuelta y se fue. Yo no supe qué hacer. De pronto, haciendo caso a un instinto, lo alcancé, lo tomé del hombro, y le di un golpe en el rostro. Él cayó casi noqueado. Le di puntapiés en el estómago, en la cara, en la espalda. Yo resoplaba mientras lo hacía, y el hombre no se defendía. Incluso, alcancé a escuchar una risa y un gracias, surgidas de su boca ensangrentada y fracturada. Después de un rato dejé de golpearlo. No se cuánto tiempo pasó, ni si lo había mal herido. El hombre respiraba con dificultad, pero satisfecho. Lo ayudé a sentarse. Hasta ese momento me di cuenta de que había hecho que todas las colillas de su cigarro se desparramaran otra vez sobre el piso. Los comencé a recoger, pero el hombre me dijo “no vale la pena, déjalos”. Sólo tomé uno, el más largo, para llevarlo a mi boca y fumar de él. El hombre, después de recobrar el aliento y algo de las fuerzas que le quedaban, me agradeció.
-Mucha gente hubiera huido al escuchar mi petición. – dijo el hombre.
-No soy como toda la gente. – Respondí yo. El hombre sonrió irónicamente.
-¿Cómo te llamas? – Preguntó.
-¿Importa?.
-No... realmente no.
Terminé mi cigarro. Lo ayudé a levantarse y a sentarse sobre una banca. Me dispuse a partir.
-No te vayas. Termina tu trabajo. - Me dijo el hombre.
-¿Qué quiere decir?
-Mátame. - Mi mirada se clavó sobre de él tratando de descifrar las intenciones de ese hombre que me miraba con ojos rotos, casi cerrados. - Mátame. Ya me dejaste mal herido. Sólo es cuestión de unos golpes más. Por favor.
-No lo hice para matarlo. – Dije finalmente.
-Pero... es sólo un paso más. Anda. Tuviste el valor... - El hombre no pudo seguir. Un dolor en el estómago lo dobló hasta que su cuerpo tocó de nuevo el piso. Me acerqué a él. - No queda mucho. Aunque te vayas, moriré por los golpes que me diste. Y te lo agradezco. Nadie antes tuvo el valor. Si me matas ahora, o muero en unas horas por tus golpes, es igual, para ti. De todos modos ya serás un asesino. –
El hombre se desmayó y me quedé frente a él. Respiraba, pero no le quedaban muchas horas de vida. Me quedé a su lado para no dejarlo solo en esos momentos. No me sentí culpable. Solo responsable. Me quedé con él hasta que volvió a abrir los ojos. Me quedé con él durante el tiempo en que duró su agonía. Me contó parte de su vida, y la mayor parte de su desgracia. Me quedé con él cuando faltaba mucho para el amanecer y sus ojos se clavaron sobre mí, muriendo poco a poco, tomando mi mano por la chaqueta y diciéndome que hubiera podido ahorrarle todo ese dolor, si hubiera querido matarlo de tajo hacía algunas horas. Yo no supe qué decir en ese momento. No supe qué hacer cuando la respiración se hizo más fuerte, la mano apretó con mayor anhelo chaqueta, mirándome con esos ojos, los últimos, con paz. Ahí conocí mi deseo oculto. Ahí descubrí mi verdadero instinto.
No me incomoda saber que voy a morir. Me incomoda el tiempo que pasa cíclicamente dejando los vestigios de alguien que ya no pertenece en este mundo, y que sin embargo, no puede todavía abandonarlo. Me han quitado todo tipo de posibilidad de suicidarme, y en realidad, no me interesa para nada. Es una estupidez. Me incomoda la comida magra que dan en este lugar. Me incomodan los lamentos y los gritos, los ronquidos y los flatos de los otros presos, que a penas presiento, pero que no puedo ver. Me incomoda el trato frío con ganas de ser burocrático de todos los encargados de este lugar. Lo único que me hace sentir bien, es la mirada felina de los carceleros que custodian cada una de las celdas. Cuando vienen, escucho sus pasos acercarse. Me gusta sentarme al filo de mi cama, y verlos asomarse dentro de mi claustro. Y me gusta mirarlos cuando me miran. Me gusta el desprecio que sienten y la sonrisa despectiva que me sueltan. Me gusta provocarlos mirándolos de frente, lamiendo con mi lengua el filo de mis dientes superiores. Me gusta el escupitajo que me lanzan. Me gusta su desprecio y mi osadía.
Por eso hice lo que hice en mi vida. Y no me arrepiento como la gente cree que debe arrepentirse uno en estos casos. No. Me arrepiento de no haber visto más últimas miradas, más ecos de los pasos de la noche hacia la nada. Por eso estoy en mi celda. Por eso me han recluido en un pequeño cuarto, completamente solo, insultado con el látigo de la soledad.
Pero no es tan malo. De vez en cuando, alguna cucaracha viene hacia mí, en la noche, buscando calor. Eso no es ningún delito. Por supuesto que no. Matar cucarachas, de hecho, corresponde a una actividad lícita y pagada dentro de la sociedad. Exterminadores. Sí. Pero eso es más ruin. Las matan por matarlas. Para aniquilarlas. No les piden permiso. Yo les pedía permiso a mis víctimas, pero por supuesto, en la corte ese es un argumento totalmente fuera de lugar. No me tacharon de loco, aunque no lo esperaba en verdad. Me tacharon de inmoral De desacato. Me esposaron y me encarcelaron. Me condenaron a la soledad, durante un tiempo. Luego, pena de muerte.
Recuerdo a mi primer víctima. Una verdadera delicia. Era un hombre ya mayor. Su vida había declinado a tal grado, que no le quedaban más ganas de vivir. Lo conocí una tarde que estaba en el parque, de noche. Lo observé. Él estaba recogiendo las colillas de cigarro que estaban tiradas por el piso. Las que aún servían. Las levantaba. Las analizaba cuidadosamente. Les quitaba el polvo, la tierra. Luego, las guardaba ceremoniosamente dentro de la bolsa de su camisa ya rasgada. No era pobre, no se veía como tal. Podía comprarse todas las cajetillas de cigarro que pudiera. Eso lo supe cuando le dio un billete grande a un indigente que estaba durmiendo sobre el piso. Lo seguí en su camino. El hombre continuaba recogiendo colillas pisoteadas. En una de esas me acerqué a él y le hablé. Fue amable pero parco. Era comprensible. No desconfiaba de mí, porque sabía que si le hacía algo, le estaría haciendo un favor. Más bien, no quería perder su tiempo charlando con alguien con quien no iba a lograr nada. Le insistí en querer platicar con él. En saber sobre su vida. Él me ignoró durante un buen rato. Se dejaba seguir sin ningún problema. Pero no me hacía caso. Yo hablé tonterías durante todo ese tiempo. Hasta que se cansó, y me dijo directamente “Dame un buen golpe en el estómago, sácame el aliento”. Yo vacilé por un instante. No sabía si hacerlo o no. Para ese momento, aún no había descubierto mi instinto criminal, aún no gozaba con la mirada fría de los últimos instantes en esta vida. Quedé un momento sorprendido. El hombre dejó dibujar una sonrisa leve sobre su rostro, dio la media vuelta y se fue. Yo no supe qué hacer. De pronto, haciendo caso a un instinto, lo alcancé, lo tomé del hombro, y le di un golpe en el rostro. Él cayó casi noqueado. Le di puntapiés en el estómago, en la cara, en la espalda. Yo resoplaba mientras lo hacía, y el hombre no se defendía. Incluso, alcancé a escuchar una risa y un gracias, surgidas de su boca ensangrentada y fracturada. Después de un rato dejé de golpearlo. No se cuánto tiempo pasó, ni si lo había mal herido. El hombre respiraba con dificultad, pero satisfecho. Lo ayudé a sentarse. Hasta ese momento me di cuenta de que había hecho que todas las colillas de su cigarro se desparramaran otra vez sobre el piso. Los comencé a recoger, pero el hombre me dijo “no vale la pena, déjalos”. Sólo tomé uno, el más largo, para llevarlo a mi boca y fumar de él. El hombre, después de recobrar el aliento y algo de las fuerzas que le quedaban, me agradeció.
-Mucha gente hubiera huido al escuchar mi petición. – dijo el hombre.
-No soy como toda la gente. – Respondí yo. El hombre sonrió irónicamente.
-¿Cómo te llamas? – Preguntó.
-¿Importa?.
-No... realmente no.
Terminé mi cigarro. Lo ayudé a levantarse y a sentarse sobre una banca. Me dispuse a partir.
-No te vayas. Termina tu trabajo. - Me dijo el hombre.
-¿Qué quiere decir?
-Mátame. - Mi mirada se clavó sobre de él tratando de descifrar las intenciones de ese hombre que me miraba con ojos rotos, casi cerrados. - Mátame. Ya me dejaste mal herido. Sólo es cuestión de unos golpes más. Por favor.
-No lo hice para matarlo. – Dije finalmente.
-Pero... es sólo un paso más. Anda. Tuviste el valor... - El hombre no pudo seguir. Un dolor en el estómago lo dobló hasta que su cuerpo tocó de nuevo el piso. Me acerqué a él. - No queda mucho. Aunque te vayas, moriré por los golpes que me diste. Y te lo agradezco. Nadie antes tuvo el valor. Si me matas ahora, o muero en unas horas por tus golpes, es igual, para ti. De todos modos ya serás un asesino. –
El hombre se desmayó y me quedé frente a él. Respiraba, pero no le quedaban muchas horas de vida. Me quedé a su lado para no dejarlo solo en esos momentos. No me sentí culpable. Solo responsable. Me quedé con él hasta que volvió a abrir los ojos. Me quedé con él durante el tiempo en que duró su agonía. Me contó parte de su vida, y la mayor parte de su desgracia. Me quedé con él cuando faltaba mucho para el amanecer y sus ojos se clavaron sobre mí, muriendo poco a poco, tomando mi mano por la chaqueta y diciéndome que hubiera podido ahorrarle todo ese dolor, si hubiera querido matarlo de tajo hacía algunas horas. Yo no supe qué decir en ese momento. No supe qué hacer cuando la respiración se hizo más fuerte, la mano apretó con mayor anhelo chaqueta, mirándome con esos ojos, los últimos, con paz. Ahí conocí mi deseo oculto. Ahí descubrí mi verdadero instinto.
No me incomoda saber que voy a morir. Me incomoda el tiempo que pasa cíclicamente dejando los vestigios de alguien que ya no pertenece en este mundo, y que sin embargo, no puede todavía abandonarlo. Me han quitado todo tipo de posibilidad de suicidarme, y en realidad, no me interesa para nada. Es una estupidez. Me incomoda la comida magra que dan en este lugar. Me incomodan los lamentos y los gritos, los ronquidos y los flatos de los otros presos, que a penas presiento, pero que no puedo ver. Me incomoda el trato frío con ganas de ser burocrático de todos los encargados de este lugar. Lo único que me hace sentir bien, es la mirada felina de los carceleros que custodian cada una de las celdas. Cuando vienen, escucho sus pasos acercarse. Me gusta sentarme al filo de mi cama, y verlos asomarse dentro de mi claustro. Y me gusta mirarlos cuando me miran. Me gusta el desprecio que sienten y la sonrisa despectiva que me sueltan. Me gusta provocarlos mirándolos de frente, lamiendo con mi lengua el filo de mis dientes superiores. Me gusta el escupitajo que me lanzan. Me gusta su desprecio y mi osadía.
Esa fue la segunda parte del relato a cuatro manos escrito por Arturo de los Santos y Dieter Quintero. La tercera parte aparecerá aquí mismo el día 24 de febrero, y será escrita por el tal Quintero. Nos leemos luego.