El único blog que admite de antemano que está de güeva.

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jueves, 11 de noviembre de 2010

De la Familia del Barrio

Chequen nomás qué chingón.

martes, 9 de noviembre de 2010

De El Retorno de los Tigres de la Malasia y de su autor (Segunda Parte)

Les sigo contando de aquella vez que Taibo me regaló su libro autografiado:

Pues bien, el hombre se sentó en el pequeño sofá que habían puesto en el estrado y sacó un cigarrillo más. Estaba a punto de encenderlo cuando la chica organizadora lo detuvo, diciéndole que estaba sentado justo debajo de un detector de humo y que no era muy buena idea fumar ahí. Taibo se la quedó mirando con una ceja levantada y el cigarrillo colgándole de la boca, murmuró un “sí, me imagino” y, valiéndole madres, se puso a fumar.

Comenzó a hablar de su libro. Cuando le preguntaron por qué había escrito una novela de aventuras ambientada en Europa y Asia, dijo que porque estaba hasta la madre de este país de mierda, corrupto, sanguinario y aburrido, y que había sentido la profunda necesidad de escribir una historia en la que los buenos ganaran, para variar. Recordó con moderada nostalgia los momentos de su niñez que pasaba jugando a ser Sandokán, y los consecuentes madrazos que se dio al usar un palo de escoba como espada. Luego hizo hincapié en lo divertido que había sido escribir una historia de aventuras después de pasar varios años dándole al género negro. “Pero no me he olvidado de éste”, dijo. “Próximamente saldrá una edición con todas las historias de Beloascarán Shayne, y va a estar bien barata.”

Cuando nos preguntó si ya habíamos leído El retorno de los Tigres de la Malasia, nos quedamos callados. La mayoría no sabía quién era el gordito que estaba dando la conferencia, y el resto ni había hojeado el libro. El escritor puso la mundialmente reconocida cara de “cabrones…” y nos dijo: “No hay problema, aquí traigo varios para regalárselos.” Entonces, la organizadora y otro tipo entraron a la sala con una caja llena de ejemplares y comenzaron a repartirlos entre los asistentes, acción que me hizo muy feliz, porque el libro está bastante caro, como doscientos cincuenta pesos o algo así. Al terminar la repartición, aplaudimos. Yo estaba a punto de irme cuando escuché que la encargada dijo que, aquellos que quisieran, podían pasar con Taibo para que les firmara el libro.

Yo fui en chinga loca.

Cuando llegó mi turno, lo saludé y le agradecí por todas esas horas de felicidad que me habían dado sus libros. Sonrió y me preguntó mi nombre.

—Dieter.

—O.K. Víctor —dice y empieza a firmar.

—¡NO! Me llamo Dieter.

—¿Piter?

—No: DIETER.

—¿…?

Y entonces, saqué el gafete que me habían dado en la entrada y se lo mostré.

—Aaaaah: Dieter.

—Ajá.

—Qué desmadre —expresa y tacha el Víctor que había empezado a escribir. Abajo, pone mi nombre correctamente. —Bueno, hasta luego y gracias por tu asistencia, Dieter.

—Gracias a usted.

Y que me voy algo frustrado.

Me gustaría decir que la historia termina ahí, pero no; resulta que al día siguiente el libro se me cayó en un charco de lodo y se me jodió bastante. No mamen, no hay derecho.

domingo, 15 de agosto de 2010

De El Retorno de los Tigres de la Malasia y de su autor (Primera Parte)




Tal vez recuerden que he hablado antes acerca de Paco Ignacio Taibo II, autor de un montón de obras (como cuarenta) entre ellas, esas maravillosas novelas del detective mexicano Héctor Belascoarán Shayne. Pues bien, ayer lo conocí en persona durante la presentación de El Retorno de los Tigres de la Malasia, su último libro, y permítanme presumirles que me lo regaló, y además le puso lo que un compañero mío llama "la poderosa", es decir, su firma.
Aprovecharé que el recuerdo aún permanece fresco en mi mente para hacer un remedo de crónica.
Pues bien, la presentación del libro no fue un evento precisamente grande. A decir verdad, me pareció todo lo contrario, ya que se llevó a cabo en una modesta salita situada sobre el almacén de una librería. El acceso a la sala fue por una rampa de carga en zig-zag que terminaba en una puerta de emergencia. Al otro lado de la puerta estaban acomodadas unas treinta o cuarenta sillas, formando dos grupos que eran separados por un espacio en medio a manera de pasillo. Los invitados entramos, nos anotamos en una lista y nos acomodamos las sillas. Esperamos conversando acerca de trivialidades, tratando de simular la emoción que provoca saber que en unos minutos estarás frente a un chingón que solamente conoces a través de las palabras que ha dejado en papel, como si fueran migajas de pan, diseminadas inconscientemente para que lo conozcas. Y yo he intentado conocerlo por medio de sus libros, haciendo conjeturas e imaginando cuál sería su personalidad. Cuando se sentó frente a nosotros y comenzó a hablar, me di cuenta de que mis suposiciones no estaban muy lejos de la realidad, porque no solamente es uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad, sino también un tipazo.
Cuando llegó, lo hizo con completa discreción. Al ver que todavía no habían arreglado bien el micrófono ni las bocinas ni nada, se dirigió a la puerta y encendió un cigarrillo. Fue entonces cuando lo vi. Iba vestido completamente de azul; jeans, playera y una camisa tan arrugada que me hizo pensar que había dormido vestido para no llegar tarde a la presentación de su libro al día siguiente. El cabello lo llevaba muy despeinado; era obvio que nada más le había pasado el peine por encima, sin preocuparse mucho por darle una buena apariencia. Cuando le comenté a un compañero lo graciosos que se veían los tres gallitos que tenía en la cabeza, no pudimos evitar soltar una carcajada. El escritor tenía una Coca-Cola en la mano, y cuando la abrió, lo escuché decir:
—¿Qué pinches horas de levantarme son éstas?
Mis compañeros y yo bebíamos un terrible café, de pie frente a una mesa, mientras esperábamos a que comenzara el asunto. De reojo, observábamos a Taibo, quien daba las últimas caladas a su cigarrillo, recargado perezosamente en el marco de la puerta. Entonces, se nos acercó a la mesa y pidió que le hiciéramos un espacio entre nosotros. Claro que lo hicimos, ¿quién que lo conoce no lo haría? Nos habló de lo terrible que era para él levantarse temprano, y que ya no podía tomar tanta Coca como quisiera por las cantidades de azúcar que contiene.
—Pero bueno, así son las cosas. ¡Salud! —exclamó, y chocó su botella de plástico con nuestros vasos de unicel.
Y aunque tan modesto ritual no tenía nada de aparatoso, nosotros, a su lado, nos sentíamos las personas más importantes de la ciudad.
Fue aquí cuando los organizadores dieron aviso de que todo estaba listo y que el autor podía subir al estrado a hablar de su libro.

viernes, 13 de agosto de 2010

Volviendo al trabajo de verdad

Ya me harté de tanto trabajo inútul. Me refiero a ése que me obliga a pararme bien temprano cada día para ir a trabajar como burro en una librería para recibir un sueldo-base de mierda y unas migajas de comisión (unas migajas que no te darán si no vendiste cierta cantidad de dinero en libros, cantidad absurdamente elevada, por cierto). Por eso, mi mente circunda seriamente la idea de abandonar esa chambilla y regresar al oficio para el que nací: la escritura.
No estaría de más regresar a esas tardes de soledad en que pasaba horas y horas leyendo algún libro cuidadosamente escogido por estos tristes ojos míos que no han hecho más que beneficiarme con su buen gusto. O también resultaría excelente escribir algunas cosillas en una libreta; ideas o versos que se me caen de la mente como se me caen las monedas de los bolsillos agujereados. Si algo bueno sale de eso, seguramente lo verán aquí en el blog.
Sé que no me extrañan y que ni se acuerdan de mí, pero yo los recuerdo frecuentemente y echo de menos sus escasos comentarios. Bueno, me despido un rato, que ya es bien noche y tengo sueño. Saludos a todos. Besos a todas.

jueves, 18 de febrero de 2010

Segunda parte del relato a cuatro manos escrito por Arturo de los Santos y Dieter Quintero


He aquí la segunda parte del relato escrito a cuatro manos, la cual ha sido escrita por mi amigo, compañero y colega Arturo de los Santos. Disfruten.




Últimas miradas



Lo que más me maravilla, es la última mirada de las personas que están a punto de dejar este mundo, para partir hacia ese nuevo sendero en el que nadie sabe qué es, ni siquiera si es un sendero, una luz o la nada. Por eso los observo con placer en ese último instante, tratando de recobrar el aliento sin poderlo lograr, y sintiendo que el oxígeno disminuye, que su cuerpo pierde sensibilidad, hasta que el hilo de aire que les queda, lo absorben con fuerza, para dejar después escapar un vaho violento, seco, el último, antes de que su mirada se desplome y quede frente a frente con la mía, sin parpadear.
Por eso hice lo que hice en mi vida. Y no me arrepiento como la gente cree que debe arrepentirse uno en estos casos. No. Me arrepiento de no haber visto más últimas miradas, más ecos de los pasos de la noche hacia la nada. Por eso estoy en mi celda. Por eso me han recluido en un pequeño cuarto, completamente solo, insultado con el látigo de la soledad.
Pero no es tan malo. De vez en cuando, alguna cucaracha viene hacia mí, en la noche, buscando calor. Eso no es ningún delito. Por supuesto que no. Matar cucarachas, de hecho, corresponde a una actividad lícita y pagada dentro de la sociedad. Exterminadores. Sí. Pero eso es más ruin. Las matan por matarlas. Para aniquilarlas. No les piden permiso. Yo les pedía permiso a mis víctimas, pero por supuesto, en la corte ese es un argumento totalmente fuera de lugar. No me tacharon de loco, aunque no lo esperaba en verdad. Me tacharon de inmoral De desacato. Me esposaron y me encarcelaron. Me condenaron a la soledad, durante un tiempo. Luego, pena de muerte.



Recuerdo a mi primer víctima. Una verdadera delicia. Era un hombre ya mayor. Su vida había declinado a tal grado, que no le quedaban más ganas de vivir. Lo conocí una tarde que estaba en el parque, de noche. Lo observé. Él estaba recogiendo las colillas de cigarro que estaban tiradas por el piso. Las que aún servían. Las levantaba. Las analizaba cuidadosamente. Les quitaba el polvo, la tierra. Luego, las guardaba ceremoniosamente dentro de la bolsa de su camisa ya rasgada. No era pobre, no se veía como tal. Podía comprarse todas las cajetillas de cigarro que pudiera. Eso lo supe cuando le dio un billete grande a un indigente que estaba durmiendo sobre el piso. Lo seguí en su camino. El hombre continuaba recogiendo colillas pisoteadas. En una de esas me acerqué a él y le hablé. Fue amable pero parco. Era comprensible. No desconfiaba de mí, porque sabía que si le hacía algo, le estaría haciendo un favor. Más bien, no quería perder su tiempo charlando con alguien con quien no iba a lograr nada. Le insistí en querer platicar con él. En saber sobre su vida. Él me ignoró durante un buen rato. Se dejaba seguir sin ningún problema. Pero no me hacía caso. Yo hablé tonterías durante todo ese tiempo. Hasta que se cansó, y me dijo directamente “Dame un buen golpe en el estómago, sácame el aliento”. Yo vacilé por un instante. No sabía si hacerlo o no. Para ese momento, aún no había descubierto mi instinto criminal, aún no gozaba con la mirada fría de los últimos instantes en esta vida. Quedé un momento sorprendido. El hombre dejó dibujar una sonrisa leve sobre su rostro, dio la media vuelta y se fue. Yo no supe qué hacer. De pronto, haciendo caso a un instinto, lo alcancé, lo tomé del hombro, y le di un golpe en el rostro. Él cayó casi noqueado. Le di puntapiés en el estómago, en la cara, en la espalda. Yo resoplaba mientras lo hacía, y el hombre no se defendía. Incluso, alcancé a escuchar una risa y un gracias, surgidas de su boca ensangrentada y fracturada. Después de un rato dejé de golpearlo. No se cuánto tiempo pasó, ni si lo había mal herido. El hombre respiraba con dificultad, pero satisfecho. Lo ayudé a sentarse. Hasta ese momento me di cuenta de que había hecho que todas las colillas de su cigarro se desparramaran otra vez sobre el piso. Los comencé a recoger, pero el hombre me dijo “no vale la pena, déjalos”. Sólo tomé uno, el más largo, para llevarlo a mi boca y fumar de él. El hombre, después de recobrar el aliento y algo de las fuerzas que le quedaban, me agradeció.

-Mucha gente hubiera huido al escuchar mi petición. – dijo el hombre.
-No soy como toda la gente. – Respondí yo. El hombre sonrió irónicamente.
-¿Cómo te llamas? – Preguntó.
-¿Importa?.
-No... realmente no.

Terminé mi cigarro. Lo ayudé a levantarse y a sentarse sobre una banca. Me dispuse a partir.

-No te vayas. Termina tu trabajo. - Me dijo el hombre.
-¿Qué quiere decir?
-Mátame. - Mi mirada se clavó sobre de él tratando de descifrar las intenciones de ese hombre que me miraba con ojos rotos, casi cerrados. - Mátame. Ya me dejaste mal herido. Sólo es cuestión de unos golpes más. Por favor.
-No lo hice para matarlo. – Dije finalmente.
-Pero... es sólo un paso más. Anda. Tuviste el valor... - El hombre no pudo seguir. Un dolor en el estómago lo dobló hasta que su cuerpo tocó de nuevo el piso. Me acerqué a él. - No queda mucho. Aunque te vayas, moriré por los golpes que me diste. Y te lo agradezco. Nadie antes tuvo el valor. Si me matas ahora, o muero en unas horas por tus golpes, es igual, para ti. De todos modos ya serás un asesino. –

El hombre se desmayó y me quedé frente a él. Respiraba, pero no le quedaban muchas horas de vida. Me quedé a su lado para no dejarlo solo en esos momentos. No me sentí culpable. Solo responsable. Me quedé con él hasta que volvió a abrir los ojos. Me quedé con él durante el tiempo en que duró su agonía. Me contó parte de su vida, y la mayor parte de su desgracia. Me quedé con él cuando faltaba mucho para el amanecer y sus ojos se clavaron sobre mí, muriendo poco a poco, tomando mi mano por la chaqueta y diciéndome que hubiera podido ahorrarle todo ese dolor, si hubiera querido matarlo de tajo hacía algunas horas. Yo no supe qué decir en ese momento. No supe qué hacer cuando la respiración se hizo más fuerte, la mano apretó con mayor anhelo chaqueta, mirándome con esos ojos, los últimos, con paz. Ahí conocí mi deseo oculto. Ahí descubrí mi verdadero instinto.



No me incomoda saber que voy a morir. Me incomoda el tiempo que pasa cíclicamente dejando los vestigios de alguien que ya no pertenece en este mundo, y que sin embargo, no puede todavía abandonarlo. Me han quitado todo tipo de posibilidad de suicidarme, y en realidad, no me interesa para nada. Es una estupidez. Me incomoda la comida magra que dan en este lugar. Me incomodan los lamentos y los gritos, los ronquidos y los flatos de los otros presos, que a penas presiento, pero que no puedo ver. Me incomoda el trato frío con ganas de ser burocrático de todos los encargados de este lugar. Lo único que me hace sentir bien, es la mirada felina de los carceleros que custodian cada una de las celdas. Cuando vienen, escucho sus pasos acercarse. Me gusta sentarme al filo de mi cama, y verlos asomarse dentro de mi claustro. Y me gusta mirarlos cuando me miran. Me gusta el desprecio que sienten y la sonrisa despectiva que me sueltan. Me gusta provocarlos mirándolos de frente, lamiendo con mi lengua el filo de mis dientes superiores. Me gusta el escupitajo que me lanzan. Me gusta su desprecio y mi osadía.



Esa fue la segunda parte del relato a cuatro manos escrito por Arturo de los Santos y Dieter Quintero. La tercera parte aparecerá aquí mismo el día 24 de febrero, y será escrita por el tal Quintero. Nos leemos luego.


miércoles, 10 de febrero de 2010

Primera parte del relato a cuatro manos escrito por Arturo de los Santos y Dieter Quintero


La primera parte del relato fue escrita por Dieter Quintero. Hela aquí:



ARCHIVO DE AUDIO NÚMERO 117 DEL DIARIO DEL DOCTOR ERNESTO DARÍO


8 de febrero, 2010, 12:00 a.m.


Tengo la sospecha de que me engaña.
No es una sospecha surgida hoy, sino que fue plantada dentro de mi cabeza hace un par de meses, y se ha ido gestando con el tiempo, al igual que una enfermedad silenciosa.
Pero ésta enfermedad ya comenzó a hacer ruido.
Al principio, cuando brotaron las primeras dudas, no quise darles crédito. Me pareció imposible que la mujer que ha sido mi novia por más de seis años haya decidido engañarme con otro hombre. Pero, con el paso del tiempo, ella manifestó ciertos indicadores que lograron que yo contemplara la infidelidad como toda una posibilidad… y temo mucho que se convierta en una realidad. ¿Que cuáles fueron estos indicadores? Bueno, me evade mucho, evita tomar llamadas en su celular cuando yo estoy cerca, inventa historias para justificar lo que hace en los días que no nos vemos y no permite que me acerque a su trabajo sin avisarle.
¿Necesito detallar más los fundamentos de mis dudas? Claro que no.
¿Acaso creyó que no me daría cuenta? ¿Yo? Entre todos los hombres, ¿yo? Por supuesto, habría podido engañar a cualquier otro sujeto; ya saben, uno con un coeficiente intelectual menor a ciento ochenta. Debo admitir que los esfuerzos que ha hecho para ocultarme su felonía no fueron del todo malos, al contrario; me sorprende mucho que lograran engañarme durante tanto tiempo. Sin embargo, una vez despertada mi desconfianza, no tuvo manera de ocultarme los signos que solamente yo soy capaz de percibir: el orden tan curioso en que acomoda las palabras cada vez que dice una mentira, los círculos que trazan sus ojos cuando se siente acorralada, la manera en que se truena sus dedos al inventar una excusa, entre otras. Sólo hay un detalle que me perturba, un elemento que me hace pensar que existe la remota posibilidad de que me equivoque, y que, por ende, ella no tenga ninguna relación sentimental/sexual con otro hombre, y es que no he podido detectar ningún remordimiento en sus acciones. En realidad, esa posibilidad, en vez de relajarme, me preocupa más, porque, si no hay remordimiento en ella, solamente existen dos opciones: o no ha hecho nada malo, o… no le importa hacerlo.
¿Y qué tal si no le importa hacerlo? Podría significar que dejó de amarme, o que me ha engañado por tanto tiempo que ya no se siente culpable. Podría ir más allá: la falta de remordimiento es un factor común en ciertas enfermedades de la mente. ¿Qué tal si…? ¡No! No, puedo aventurarme a hacer suposiciones; no pienso caer tan bajo. ¡Soy un científico, y necesito hechos! ¿Cómo dijeron en esa película? Ah, sí: “¡Hechos! Es lo único que importa. Sin ellos, la detección no es más que un juego de adivinanzas.”
Y yo no pienso adivinar, así que lo mejor será ir a recoger información.
Como mis investigaciones en la universidad han terminado y no tengo ningún motivo de distracción, esta noche pienso ir al bar en que trabaja Liliana para… observarla. Tal vez algunos pensarían que “espiarla” es un verbo más adecuado a la situación, pero no es así; cabe señalar que mis intenciones se acercan más a una comprobación científica que a un acto motivado por los celos. En fin, cuando llegue a su trabajo, permaneceré oculto entre las sombras, como esos personajes de las películas que tanto gustan a la gente, a pesar de sus distanciamientos con la realidad. Esperaré a que sea la hora de su salida, para saber si ha quedado de verse con alguien, lo cual es bastante probable, tomando en cuenta la forma en que evita que me acerque a ese lugar. En caso de que mis suposiciones sean correctas, y presencie la llegada de un tercer involucrado que dé muestras de compartir con ella algo más que una amistad, procederé a imaginar una manera de terminar con nuestra relación.
Eso es todo. Ése es todo el plan.
Se hace tarde; será mejor irme de una vez.


ARCHIVO DE AUDIO NÚMERO 118 DEL DIARIO DEL DOCTOR ERNESTO DARÍO


9 de febrero, 2010, 2:35 a.m.


No es muy común que yo lo diga, pero estoy confundido.
Resulta que seguí el plan al pie de la letra. Llegué al bar media hora antes de la hora de salida de los empleados, para buscar un lugar donde pudiera observar a Liliana. Encontré el punto perfecto en la esquina de una casa abandonada, desprovista del servicio de luz; como dije que lo haría, me oculté entre las sombras y me dispuse a esperar. Exactamente a la una de la madrugada, Liliana salió por la puerta trasera del establecimiento e hizo una llamada con su celular. Dos minutos después, un auto tripulado por un hombre hizo su aparición, se detuvo al final del callejón y abrió la puerta del copiloto para invitarla a subir.
Ella, por supuesto, aceptó.
Yo estaba muy lejos como para observar el rostro de Liliana o el del otro sujeto, así que no pude leer en sus rostros las emociones que experimentaban. Unos segundos después, se fueron. Debí acercarme más. Técnicamente, estoy igual que ayer: la única información que poseo es que hoy alguien pasó a recogerla cuando salió de su trabajo. Pero, hasta donde yo sé, podría tratarse de algún compañero, amigo o familiar que le hace el favor de llevarla a casa cuando los transportes públicos han dejado de funcionar. En otras palabras, me desvelé en balde, y debido a mi ineficaz esfuerzo, tendré que hacerlo de nuevo mañana para cerciorarme… y yo odio las pérdidas de tiempo.
Malditas sean las mujeres y sus secretos.
Iré a dormir; ya es bastante tarde y el sueño no me permite pensar adecuadamente.



ARCHIVO DE AUDIO NÚMERO 119 DEL DIARIO DEL DOCTOR ERNESTO DARÍO


10 de febrero, 2010, 2:45 a.m.


Me engaña.
Nunca pensé que tener la razón pudiera hacerme sentir tan mal.
Fui de nuevo al bar a la hora en que salen los empleados, y seguí exactamente el mismo procedimiento de la noche anterior, sólo que esta vez tuve la precaución de llevar unos pequeños binoculares para no perderme ningún detalle de lo que ocurriera entre mi novia y el conductor del auto azul.
El resto de la historia ocurrió casi igual que ayer: Liliana sale del bar y hace una llamada telefónica, un auto azul aparece al final del callejón, la puerta del copiloto se abre, ella sube… En definitiva, esta noche habría sido una réplica de la pasada de no ser por un pequeño detalle: el apasionado beso entre el piloto y el copiloto del vehículo azul. Ahora que lo pienso bien, tal vez ese detalle no represente una verdadera diferencia entre lo que pasó ayer y lo que pasó hoy; recordemos que anoche no contaba con unos binoculares y pude haberlo pasado por alto. Apenas sus labios se separaron, el auto arrancó y se perdió de mi vista.
Me engaña. Liliana me engaña.
Pero, ¿por qué? ¡Soy un genio, maldición! Si ella me lo hubiera pedido, yo habría ideado alguna manera para obtener recursos monetarios ilimitados, con la única intención de cumplirle todos sus deseos. ¿No se da cuenta de que, al engañarme, pierde más de lo que gana? Además, ¿qué puede tener el otro que no tenga yo? ¿Dinero? Poco probable: alguien con dinero no usaría una Caribe para pasear a su conquista. ¿Atractivo físico? No lo creo: lo vi con mis propios ojos, a través de unas lentes de aumento, y aún así no pude encontrar algún aspecto corporal en que me superara. Obviamente, la posibilidad de que sea más listo que yo queda descartada, por ridícula. Bueno, si no fue por nada de eso, ¿entonces por qué fue? Planteando la pregunta de otra manera: ¿qué obtiene de él que no puede obtener de mí? No me lo imagino; soy un novio formidable: interrumpo mis investigaciones para dedicarle una hora entera diariamente, y luego, hablo con ella por teléfono otra media hora aproximadamente, antes de dormir; le envió mensajes a su celular con bastante frecuencia; la invito a cenar o a compartir conmigo actividades recreativas al menos una vez por semana; le mando flores cada mes, justo en el día que nos hicimos novios; y, por si fuera poco, tengo la consideración de rebajarme a su nivel intelectual cada vez que intercambiamos ideas por cualquier medio. ¿Qué más puede pedir una mujer? ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Entonces, ¿por qué Liliana me engaña con un varón inferior a mí en todos los aspectos? No lo comprendo.
Y detesto no comprender las cosas.
Debo saberlo. Aunque me tome una semana, un mes o el año entero, debo averiguar en qué me supera ese hombre… por qué ella lo ha preferido a él. Estoy seguro de que puedo hacerlo; si algo he aprendido a lo largo de mi distinguida existencia, es que, si no puedo resolver un problema, es porque hay información que permanece oculta a mis sentidos.
Me pregunto qué factor no estoy contemplando esta vez.
Lo que sea, lo averiguaré mañana; los ojos se me están cerrando a causa del sueño.


ARCHIVO DE AUDIO NÚMERO 120 DEL DIARIO DEL DOCTOR ERNESTO DARÍO


11 de febrero, 4:05 a.m.


Acabo de volver del bar y yo… Lo que pasó ahí… ¡Fue terrible! No puedo creer que… ¡Oh, Dios mío, no! ¡No, no, no, no…! ¡Liliana, no! No puedo… no puedo respirar bien. La cabeza me da vueltas, y… creo que voy a vomitar. Necesito un trago. ¡Sí! Necesito un trago y aire… aire fresco.
No puedo hablar ahora.
No puedo…
Madre, perdóname.
¡Perdóname!


ARCHIVO DE AUDIO NÚMERO 121 DEL DIARIO DEL DOCTOR ERNESTO DARÍO


11 de febrero, 7:17 a.m.

Tuve que tomar un tranquilizante.
Ya estoy mejor. Estoy mejor, pero... no puedo dormir. Creo que nunca más podré hacerlo, al menos, no con la conciencia tranquila.
Me siento tan sucio que… No. No importa.
No importa.
Grabo estas palabras para dejar constancia del atroz hecho ocurrido hace aproximadamente seis horas, afuera del bar llamado “El Pub.” Era la una de la madrugada cuando llegué al lugar que me servía como escondite para vigilar a Liliana. Por un momento, temí haber llegado demasiado tarde y que ella se había ido, pues, a veces, cuando termina sus deberes antes de la hora de salida, su jefe la deja salir temprano. Como tampoco pude encontrar rastros de la Caribe azul, mis vacilaciones se intensificaron. Desgraciadamente, aún estaba a tiempo de verla porque, a los veinte minutos, salió por la puerta del establecimiento que da al callejón e hizo su habitual llamada telefónica. La vi esperar más tiempo del acostumbrado pero, quince minutos después, un hombre moreno, fornido y de mediana estatura, apareció caminando por la calle.
Rápidamente lo identifiqué como el chofer del auto azul.
Al principio, me extrañé de verlo llegar a pie, pero no presté demasiada atención a ese detalle; lo que me importaba era que había aparecido, y que eso a ella parecía alegrarla. Cuando lo vio, se lanzó a sus brazos y le plantó en la boca un beso cargado de pasión. Aquello me molestó más de lo que creí; pude sentir cómo mi pulso se aceleró y mi cara empezó a sonrojarse… supongo que eso es a lo que los escritores llaman “bullir la sangre.” Da igual; eso fue solamente el principio de mi auto-impuesta tortura.
Cuando terminaron de besarse, entrelazaron sus manos y caminaron lentamente hacia la avenida. De repente, él se detuvo. Liliana lo miró interrogativamente, pero con una sonrisa que yo ya había visto antes. La sonrisa que pone cuando pretende erotizarse.
—¿Qué pasa? —preguntó ella. No la escuché, pero sé que dijo eso porque la tenía de frente y pude leer sus labios con ayuda de los binoculares.
Como él estaba de espaldas, no pude saber qué le contestó… aunque no fue necesario averiguarlo porque, en ese instante, la atrajo para sí y procedió a pasarle las manos por todo el cuerpo. Ella no pareció molestarse con ese acto tan… salvaje, al contrario; decidió que lo mejor sería satisfacer sus propias necesidades carnales, correspondiendo las caricias.
Nunca antes había experimentado la ira, pero en ese momento, yo…
Entonces, Liliana lo detuvo. Dijo:
—Aquí no. Nos van a ver —y lo jaló hacia la esquina contraría del bar, una vieja tienda de abarrotes que coronaba una calle obscura y solitaria.
Y luego, su arrebato pasional no hizo más que aumentar. Ella le frotó la entrepierna por encima del pantalón, mientras que él se ocupaba en buscarle algo por debajo de la falda.
Fueron cinco minutos muy dolorosos para mí. Nunca pensé que sería capaz de sentir esa clase de dolor, y sin embargo, lo sentí. Mis manos sudaban, mi respiración se aceleró casi al doble y mis dientes comenzaron a castañear… pero nada de eso se comparaba con el vació que se me formó en el estómago. ¿Qué diablos fue eso? ¿Celos, acaso? ¿Es eso lo que las personas comunes y corrientes tienen que soportar cada vez que sufren una mala experiencia? ¿Eso es lo que ocurre cuando permiten que los sentimientos emerjan? ¿Cómo pueden vivir así? ¿De dónde sacan los ímpetus para despertar cada día y salir a la calle, si saben que existe la posibilidad de padecer tantas aflicciones? ¿Acaso los he menospreciado a todos y son más fuertes de lo que pensé?
¡Un momento! Me estoy desviando del tema principal. Seguramente, mi mente repele el recuerdo debido al tremendo shock que representa para ella.
¿En qué iba? Oh, sí… Ya recuerdo.
¡Oh, Dios… qué terrible es recordar!
Estaba muy obscuro. No había nadie cerca. Ningún ruido podía escucharse.
Yo mismo tardé mucho en darme cuenta que la estaba ahorcando.
Toda mi vida he pensado que solamente hay algo peor que cometer asesinato, y eso es no impedir uno si se tiene la oportunidad de hacerlo. Yo no lo impedí. No hice nada. Me quedé ahí, de pie, con los binoculares frente a mis ojos, tiritando de regocijo. ¡De regocijo! ¡Estaban matando a alguien frente a mis ojos y yo no lo impedí porque la víctima era la mujer que me había traicionado! Eso fue completamente inhumano…
No, peor aún: eso fue completamente humano.
¿De qué sirve el intelecto si los paroxismos siempre van a estar ahí para mermarlo? ¿La idea de un mundo civilizado y en paz es solamente una quimera inventada por soñadores ingenuos? ¿No podremos negar nunca nuestra irracional naturaleza? Yo mismo creí haber superado los impedimentos emocionales a los que estamos condenados los hombres, pero, si eso era cierto… ¿cómo pude permitir que tal atrocidad te pasara?
¡Oh, Liliana, perdóname…! Tu cadáver quedó abandonado en el piso junto a la basura, y tu asesino escapó impunemente porque yo no tuve la decencia de actuar correctamente. Me habría gustado decir que el miedo fue el culpable de mi inacción, pero la verdad es que en ese momento deseaba verte muerta por haberme humillado.
Lamentablemente, algunos deseos se cumplen.
Lo siento, mi… Oh, lo siento…
(Prolongado silencio en la grabación)
Y no puedo hacer nada. Ya es muy tarde.
(Silencio)
A menos que…
Sí.
¡Eso es!
Si cualquier otro se planteara la misma posibilidad, sonaría ridículo, pero yo… yo puedo hacerlo.
Y lo haré: encontraré a tu asesino.
Considerando la diferencia de intelectos que debe haber entre él y yo, no representará un problema mayor. Lo haré pagar por lo que te ha hecho. No sé, cómo lo voy a hacer, pero lo haré. Te lo debo: si permití que mis emociones me impidieran auxiliarte en el momento en que me necesitabas, entonces pondré a mi juicio a buscar la manera de enmendar mi error.
Ay, Liliana… ¿por qué te mataron?
Perdóname…
No se hable más: es hora de trabajar.


Fin de la primera parte. La segunda parte será publicada en una semana a partir de hoy, y será escrita por Arturo de los Santos. Pregunten su voceador de confianza, amiguitos.

martes, 2 de febrero de 2010

Del oficio de ser escritor


Desde el principio, mi vida como escritor ha sido bastante extraña. Basta con decir que yo aprendí a escribir desde el kínder. Imagínenme a mí, de cuatro o cinco años, preguntándole a mi madre como sonaban las letras cuando se juntaban, y después de eso, pasándolas al papel con una dificultad impresionante. Recuerdo que lo primero que escribí fue una carta de “amor” para una compañerita de la clase. Ya ni siquiera me acuerdo del nombre de la niña; lo único que recuerdo es que, cuando se la di, tuvo que pedirle a alguien que se la leyera, y después de enterarse de lo que decía, la hizo pedazos frente a mi cara, soltando un montón de palabrotas que estoy seguro que no entendía.
Así empezó mi carrera de escritor.
Durante la primaria y la secundaria, devoré un chingo de revistas que me llenaron la mente de ideas e imágenes, sin embargo, la pereza y el valemadrismo que vienen en paquete con la adolescencia, impidieron que me animara a escribir algo, cualquier cosa. De hecho, recuerdo que, sumido en la ignorancia de esa etapa tan terrible, comenté que eso de escribir y de leer libros estaba de güeva, y que prefería mil veces pasar horas y horas jugando videojuegos.
En la madre…
Fue en la preparatoria cuando tuve mi epifanía artística. Todo fue culpa de la profesora de Literatura de quinto año, la maestra Gloria, una adorable mujer que todavía me hace suspirar cuando voy a visitarla. Resulta que tuve un crush con ella. Ya se imaginarán que yo era el primero que llegaba a su clase, el que siempre levantaba la mano, el que siempre quería ayudarla a cargar los libros y el que siempre entregaba los mejores reportes de lectura. Hice todo eso con tal de impresionarla, pero, por supuesto, nunca funcionó. Lo único bueno que saqué de todos mis esfuerzos, fue un curioso amor por las letras. Aún después de que se me pasara el enamoramiento con mi profesora, yo seguí leyendo libros muy buenos y escribiendo babosadas. Poco a poco me hice de cierta habilidad para escribir, y mi pluma, en vez de vomitar tonterías, comenzó a proferir sensateces. Cuando me hice notar un poco entre los profesores, uno de ellos, el de teatro, me acogió como su discípulo, y me enseñó a escribir bien, que es una cuestión muy diferente a escribir correctamente. Al terminar la preparatoria, ese profesor me dijo que yo poseo un talento que merecer ser explotado, y que, si no dejaba de escribir, seguramente me convertiría en un eminente hombre de letras.
Sí, cómo no…
En la universidad, las cosas fueron un tanto diferentes. El primer problema que encontré en la máxima casa de estudios fue que todos ahí habían leído un chingo más que yo… o al menos eso aparentaban. Estar rodeado de gente tan atiborrada de conocimiento me hizo sentir insignificante, como un triciclo en una exhibición de motocross. Gracias a los dioses, me di cuenta de que tanta sapiencia era solamente una fachada que mis compañeros adoptaban porque, en el fondo, se sentía exactamente igual que yo. ¿Y cómo no?: la Universidad es algo apabullante. Afortunadamente, descubrí que con esfuerzo, dedicación y un poco de alcohol, logras acostumbrarte a ella.
Una vez que ya estuve adaptado a mi nueva vida académica, me propuse conocer más a los universitarios. Ahora bien, todo mundo sabe que, la manera más sencilla de conocer a una persona, es convivir con ella. Hay que observar su manera de actuar y escuchar sus palabras, porque, según nos han dicho, ésas son las claves del entendimiento y de la confianza, ¿no es cierto?
Falso: las personas pueden disimular y decir mentiras, así que vale pura madre si te pasas todo el día pegado a ellas para conocerlas; lo más seguro es que no lo logres. También es importante recordar que actúan de manera diferente, dependiendo de con quién se encuentren. La única y verdadera forma de descifrar a alguien es leyendo algo que haya escrito. ¿Qué puede haber más intimo que tus pensamientos? ¿Qué puede ser más revelador que la manera en que los pusiste en papel? Nada; créanme: absolutamente nada. Alentado por estos cuestionamientos, encontré la forma de leer los escritos de mis compañeros, y para mi alivio, me di cuenta que eran todos iguales, llenos de ideas poco claras, frases mal construidas y, para colmo, carecían de originalidad.
Y ésa es la tragedia más pavorosa que puede pasarle a un escritor que tiene la intención de convertirse en profesional: la falta de originalidad.
Si nos ponemos a pensar detenidamente, los trabajos de los escritores principiantes están repletos de las ideas que les inculcaron sus profesores y sus ídolos. Piensan como les han enseñado a pensar, y gracias a esta escasez de voluntad intelectual, pueden llegar a juzgar el mundo equivocadamente. Envalentados por el conocimiento que van adquiriendo de los tutores, se ponen a escribir sin saber hacerlo, y llenan páginas y páginas citando a sus escritores favoritos, sin atreverse cuestionar si los razonamientos de éstos son acertados o no. Lo más lamentable de todo es que deambulan por el mundo pregonando esos pensamientos prestados y, a veces, los declaran como propios.
Eso, definitivamente, no está chingón. Después de años de esfuerzo, comprendí que existen cuatro reglas básicas que el escritor no puede pasar por alto:
La primera es ser original. Por eso, al pensar, y al redactar, es mejor recorrer los caminos menos transitados. No importa que tan malo sea tu escrito; si tiene aunque sea una pizca de originalidad, tendrá más oportunidades de sobrevivir que un trabajo maravillosamente compuesto, pero con ideas recicladas.
La segunda regla es, posiblemente, la más importante: el mejor autor es aquél que se dio a entender con mayor claridad. Un amigo me decía que eso no es cierto, que cuando escribes no tienes que pensar en los lectores porque, de cualquier manera, el entendimiento es algo subjetivo. Yo le dije que parara de mamar. ¿Cómo chingados vas a contar una historia si te vale madre si la comprenden o no? Estoy de acuerdo en que toda composición literaria se conforma de una parte filosófica que cada quien interpreta como quiere, pero hay otra que narra las acciones, y justamente en esa no te puedes permitir el lujo de ser malinterpretado; las acciones son el hilo conductor de la trama. Además, siempre es mejor leer algo que puedas captar a la primera pasada.
La tercera regla es hacer todo lo posible por entrar en contacto con las emociones del lector. Los mejores escritos son aquello que, además de hacerte pensar, te hicieron sentir. ¿Que cómo se logra esto? Bueno, les explicaría, pero esa es información que no se suelta gratuitamente.
La cuarta regla es no aburrir al lector. Punto.
El resto de los deberes de un buen escritor se van adquiriendo durante ese aburridísimo periodo en que la mente va madurando… es decir, toda la maldita vida. Lo único que nos queda a los jóvenes escritores es no desesperarnos, y escribir como idiotas para obtener un mejor dominio de la prosa. Luego, podremos empezar a pensar en concebir ingeniosas historias que permanezcan para siempre en la memoria de la gente… o algo así.
Siendo sinceros, esto de ser escritor está muy cabrón—la verdad, no puedo imaginar un oficio más difícil y desgastante. Sin embargo, cada vez que mis dedos golpean las teclas, y una nueva palabra se forma en la pantalla de la computadora, siento que estoy aprovechando mi tiempo. Tal vez algunos escriban para exorcizar sus demonios o mamadas así, pero yo simplemente lo hago por esa gastada necesidad de comunicarnos que todos tenemos, y que, por más que combatimos, no podemos vencer, mucho menos en tiempos del internet. Sé que habrá un largo espacio de tiempo en que lo que escriba no será más que material desechable, pero llegará el momento en que escribiré algo bien chingón, y ese día podré decir que tanto desmadre ha valido la pena. Por mientras, puedo conformarme sabiendo que maestros y doctores han acudido a mí para preguntarme si lo que escribieron estaba bien. Y yo siempre les respondo lo mismo:
—Ojalá supiera… Ojalá supiera…