Tal vez recuerden que he hablado antes acerca de Paco Ignacio Taibo II, autor de un montón de obras (como cuarenta) entre ellas, esas maravillosas novelas del detective mexicano Héctor Belascoarán Shayne. Pues bien, ayer lo conocí en persona durante la presentación de El Retorno de los Tigres de la Malasia, su último libro, y permítanme presumirles que me lo regaló, y además le puso lo que un compañero mío llama "la poderosa", es decir, su firma.
Aprovecharé que el recuerdo aún permanece fresco en mi mente para hacer un remedo de crónica.
Pues bien, la presentación del libro no fue un evento precisamente grande. A decir verdad, me pareció todo lo contrario, ya que se llevó a cabo en una modesta salita situada sobre el almacén de una librería. El acceso a la sala fue por una rampa de carga en zig-zag que terminaba en una puerta de emergencia. Al otro lado de la puerta estaban acomodadas unas treinta o cuarenta sillas, formando dos grupos que eran separados por un espacio en medio a manera de pasillo. Los invitados entramos, nos anotamos en una lista y nos acomodamos las sillas. Esperamos conversando acerca de trivialidades, tratando de simular la emoción que provoca saber que en unos minutos estarás frente a un chingón que solamente conoces a través de las palabras que ha dejado en papel, como si fueran migajas de pan, diseminadas inconscientemente para que lo conozcas. Y yo he intentado conocerlo por medio de sus libros, haciendo conjeturas e imaginando cuál sería su personalidad. Cuando se sentó frente a nosotros y comenzó a hablar, me di cuenta de que mis suposiciones no estaban muy lejos de la realidad, porque no solamente es uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad, sino también un tipazo.
Cuando llegó, lo hizo con completa discreción. Al ver que todavía no habían arreglado bien el micrófono ni las bocinas ni nada, se dirigió a la puerta y encendió un cigarrillo. Fue entonces cuando lo vi. Iba vestido completamente de azul; jeans, playera y una camisa tan arrugada que me hizo pensar que había dormido vestido para no llegar tarde a la presentación de su libro al día siguiente. El cabello lo llevaba muy despeinado; era obvio que nada más le había pasado el peine por encima, sin preocuparse mucho por darle una buena apariencia. Cuando le comenté a un compañero lo graciosos que se veían los tres gallitos que tenía en la cabeza, no pudimos evitar soltar una carcajada. El escritor tenía una Coca-Cola en la mano, y cuando la abrió, lo escuché decir:
—¿Qué pinches horas de levantarme son éstas?
Mis compañeros y yo bebíamos un terrible café, de pie frente a una mesa, mientras esperábamos a que comenzara el asunto. De reojo, observábamos a Taibo, quien daba las últimas caladas a su cigarrillo, recargado perezosamente en el marco de la puerta. Entonces, se nos acercó a la mesa y pidió que le hiciéramos un espacio entre nosotros. Claro que lo hicimos, ¿quién que lo conoce no lo haría? Nos habló de lo terrible que era para él levantarse temprano, y que ya no podía tomar tanta Coca como quisiera por las cantidades de azúcar que contiene.
—Pero bueno, así son las cosas. ¡Salud! —exclamó, y chocó su botella de plástico con nuestros vasos de unicel.
Y aunque tan modesto ritual no tenía nada de aparatoso, nosotros, a su lado, nos sentíamos las personas más importantes de la ciudad.
Fue aquí cuando los organizadores dieron aviso de que todo estaba listo y que el autor podía subir al estrado a hablar de su libro.
Aprovecharé que el recuerdo aún permanece fresco en mi mente para hacer un remedo de crónica.
Pues bien, la presentación del libro no fue un evento precisamente grande. A decir verdad, me pareció todo lo contrario, ya que se llevó a cabo en una modesta salita situada sobre el almacén de una librería. El acceso a la sala fue por una rampa de carga en zig-zag que terminaba en una puerta de emergencia. Al otro lado de la puerta estaban acomodadas unas treinta o cuarenta sillas, formando dos grupos que eran separados por un espacio en medio a manera de pasillo. Los invitados entramos, nos anotamos en una lista y nos acomodamos las sillas. Esperamos conversando acerca de trivialidades, tratando de simular la emoción que provoca saber que en unos minutos estarás frente a un chingón que solamente conoces a través de las palabras que ha dejado en papel, como si fueran migajas de pan, diseminadas inconscientemente para que lo conozcas. Y yo he intentado conocerlo por medio de sus libros, haciendo conjeturas e imaginando cuál sería su personalidad. Cuando se sentó frente a nosotros y comenzó a hablar, me di cuenta de que mis suposiciones no estaban muy lejos de la realidad, porque no solamente es uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad, sino también un tipazo.
Cuando llegó, lo hizo con completa discreción. Al ver que todavía no habían arreglado bien el micrófono ni las bocinas ni nada, se dirigió a la puerta y encendió un cigarrillo. Fue entonces cuando lo vi. Iba vestido completamente de azul; jeans, playera y una camisa tan arrugada que me hizo pensar que había dormido vestido para no llegar tarde a la presentación de su libro al día siguiente. El cabello lo llevaba muy despeinado; era obvio que nada más le había pasado el peine por encima, sin preocuparse mucho por darle una buena apariencia. Cuando le comenté a un compañero lo graciosos que se veían los tres gallitos que tenía en la cabeza, no pudimos evitar soltar una carcajada. El escritor tenía una Coca-Cola en la mano, y cuando la abrió, lo escuché decir:
—¿Qué pinches horas de levantarme son éstas?
Mis compañeros y yo bebíamos un terrible café, de pie frente a una mesa, mientras esperábamos a que comenzara el asunto. De reojo, observábamos a Taibo, quien daba las últimas caladas a su cigarrillo, recargado perezosamente en el marco de la puerta. Entonces, se nos acercó a la mesa y pidió que le hiciéramos un espacio entre nosotros. Claro que lo hicimos, ¿quién que lo conoce no lo haría? Nos habló de lo terrible que era para él levantarse temprano, y que ya no podía tomar tanta Coca como quisiera por las cantidades de azúcar que contiene.
—Pero bueno, así son las cosas. ¡Salud! —exclamó, y chocó su botella de plástico con nuestros vasos de unicel.
Y aunque tan modesto ritual no tenía nada de aparatoso, nosotros, a su lado, nos sentíamos las personas más importantes de la ciudad.
Fue aquí cuando los organizadores dieron aviso de que todo estaba listo y que el autor podía subir al estrado a hablar de su libro.