jueves, 11 de noviembre de 2010
martes, 9 de noviembre de 2010
De El Retorno de los Tigres de la Malasia y de su autor (Segunda Parte)
Les sigo contando de aquella vez que Taibo me regaló su libro autografiado:
Pues bien, el hombre se sentó en el pequeño sofá que habían puesto en el estrado y sacó un cigarrillo más. Estaba a punto de encenderlo cuando la chica organizadora lo detuvo, diciéndole que estaba sentado justo debajo de un detector de humo y que no era muy buena idea fumar ahí. Taibo se la quedó mirando con una ceja levantada y el cigarrillo colgándole de la boca, murmuró un “sí, me imagino” y, valiéndole madres, se puso a fumar.
Comenzó a hablar de su libro. Cuando le preguntaron por qué había escrito una novela de aventuras ambientada en Europa y Asia, dijo que porque estaba hasta la madre de este país de mierda, corrupto, sanguinario y aburrido, y que había sentido la profunda necesidad de escribir una historia en la que los buenos ganaran, para variar. Recordó con moderada nostalgia los momentos de su niñez que pasaba jugando a ser Sandokán, y los consecuentes madrazos que se dio al usar un palo de escoba como espada. Luego hizo hincapié en lo divertido que había sido escribir una historia de aventuras después de pasar varios años dándole al género negro. “Pero no me he olvidado de éste”, dijo. “Próximamente saldrá una edición con todas las historias de Beloascarán Shayne, y va a estar bien barata.”
Cuando nos preguntó si ya habíamos leído El retorno de los Tigres de la Malasia, nos quedamos callados. La mayoría no sabía quién era el gordito que estaba dando la conferencia, y el resto ni había hojeado el libro. El escritor puso la mundialmente reconocida cara de “cabrones…” y nos dijo: “No hay problema, aquí traigo varios para regalárselos.” Entonces, la organizadora y otro tipo entraron a la sala con una caja llena de ejemplares y comenzaron a repartirlos entre los asistentes, acción que me hizo muy feliz, porque el libro está bastante caro, como doscientos cincuenta pesos o algo así. Al terminar la repartición, aplaudimos. Yo estaba a punto de irme cuando escuché que la encargada dijo que, aquellos que quisieran, podían pasar con Taibo para que les firmara el libro.
Yo fui en chinga loca.
Cuando llegó mi turno, lo saludé y le agradecí por todas esas horas de felicidad que me habían dado sus libros. Sonrió y me preguntó mi nombre.
—Dieter.
—O.K. Víctor —dice y empieza a firmar.
—¡NO! Me llamo Dieter.
—¿Piter?
—No: DIETER.
—¿…?
Y entonces, saqué el gafete que me habían dado en la entrada y se lo mostré.
—Aaaaah: Dieter.
—Ajá.
—Qué desmadre —expresa y tacha el Víctor que había empezado a escribir. Abajo, pone mi nombre correctamente. —Bueno, hasta luego y gracias por tu asistencia, Dieter.
—Gracias a usted.
Y que me voy algo frustrado.
Me gustaría decir que la historia termina ahí, pero no; resulta que al día siguiente el libro se me cayó en un charco de lodo y se me jodió bastante. No mamen, no hay derecho.
domingo, 15 de agosto de 2010
De El Retorno de los Tigres de la Malasia y de su autor (Primera Parte)
Aprovecharé que el recuerdo aún permanece fresco en mi mente para hacer un remedo de crónica.
Pues bien, la presentación del libro no fue un evento precisamente grande. A decir verdad, me pareció todo lo contrario, ya que se llevó a cabo en una modesta salita situada sobre el almacén de una librería. El acceso a la sala fue por una rampa de carga en zig-zag que terminaba en una puerta de emergencia. Al otro lado de la puerta estaban acomodadas unas treinta o cuarenta sillas, formando dos grupos que eran separados por un espacio en medio a manera de pasillo. Los invitados entramos, nos anotamos en una lista y nos acomodamos las sillas. Esperamos conversando acerca de trivialidades, tratando de simular la emoción que provoca saber que en unos minutos estarás frente a un chingón que solamente conoces a través de las palabras que ha dejado en papel, como si fueran migajas de pan, diseminadas inconscientemente para que lo conozcas. Y yo he intentado conocerlo por medio de sus libros, haciendo conjeturas e imaginando cuál sería su personalidad. Cuando se sentó frente a nosotros y comenzó a hablar, me di cuenta de que mis suposiciones no estaban muy lejos de la realidad, porque no solamente es uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad, sino también un tipazo.
Cuando llegó, lo hizo con completa discreción. Al ver que todavía no habían arreglado bien el micrófono ni las bocinas ni nada, se dirigió a la puerta y encendió un cigarrillo. Fue entonces cuando lo vi. Iba vestido completamente de azul; jeans, playera y una camisa tan arrugada que me hizo pensar que había dormido vestido para no llegar tarde a la presentación de su libro al día siguiente. El cabello lo llevaba muy despeinado; era obvio que nada más le había pasado el peine por encima, sin preocuparse mucho por darle una buena apariencia. Cuando le comenté a un compañero lo graciosos que se veían los tres gallitos que tenía en la cabeza, no pudimos evitar soltar una carcajada. El escritor tenía una Coca-Cola en la mano, y cuando la abrió, lo escuché decir:
—¿Qué pinches horas de levantarme son éstas?
Mis compañeros y yo bebíamos un terrible café, de pie frente a una mesa, mientras esperábamos a que comenzara el asunto. De reojo, observábamos a Taibo, quien daba las últimas caladas a su cigarrillo, recargado perezosamente en el marco de la puerta. Entonces, se nos acercó a la mesa y pidió que le hiciéramos un espacio entre nosotros. Claro que lo hicimos, ¿quién que lo conoce no lo haría? Nos habló de lo terrible que era para él levantarse temprano, y que ya no podía tomar tanta Coca como quisiera por las cantidades de azúcar que contiene.
—Pero bueno, así son las cosas. ¡Salud! —exclamó, y chocó su botella de plástico con nuestros vasos de unicel.
Y aunque tan modesto ritual no tenía nada de aparatoso, nosotros, a su lado, nos sentíamos las personas más importantes de la ciudad.
Fue aquí cuando los organizadores dieron aviso de que todo estaba listo y que el autor podía subir al estrado a hablar de su libro.
viernes, 13 de agosto de 2010
Volviendo al trabajo de verdad
No estaría de más regresar a esas tardes de soledad en que pasaba horas y horas leyendo algún libro cuidadosamente escogido por estos tristes ojos míos que no han hecho más que beneficiarme con su buen gusto. O también resultaría excelente escribir algunas cosillas en una libreta; ideas o versos que se me caen de la mente como se me caen las monedas de los bolsillos agujereados. Si algo bueno sale de eso, seguramente lo verán aquí en el blog.
Sé que no me extrañan y que ni se acuerdan de mí, pero yo los recuerdo frecuentemente y echo de menos sus escasos comentarios. Bueno, me despido un rato, que ya es bien noche y tengo sueño. Saludos a todos. Besos a todas.
jueves, 18 de febrero de 2010
Segunda parte del relato a cuatro manos escrito por Arturo de los Santos y Dieter Quintero
Por eso hice lo que hice en mi vida. Y no me arrepiento como la gente cree que debe arrepentirse uno en estos casos. No. Me arrepiento de no haber visto más últimas miradas, más ecos de los pasos de la noche hacia la nada. Por eso estoy en mi celda. Por eso me han recluido en un pequeño cuarto, completamente solo, insultado con el látigo de la soledad.
Pero no es tan malo. De vez en cuando, alguna cucaracha viene hacia mí, en la noche, buscando calor. Eso no es ningún delito. Por supuesto que no. Matar cucarachas, de hecho, corresponde a una actividad lícita y pagada dentro de la sociedad. Exterminadores. Sí. Pero eso es más ruin. Las matan por matarlas. Para aniquilarlas. No les piden permiso. Yo les pedía permiso a mis víctimas, pero por supuesto, en la corte ese es un argumento totalmente fuera de lugar. No me tacharon de loco, aunque no lo esperaba en verdad. Me tacharon de inmoral De desacato. Me esposaron y me encarcelaron. Me condenaron a la soledad, durante un tiempo. Luego, pena de muerte.
Recuerdo a mi primer víctima. Una verdadera delicia. Era un hombre ya mayor. Su vida había declinado a tal grado, que no le quedaban más ganas de vivir. Lo conocí una tarde que estaba en el parque, de noche. Lo observé. Él estaba recogiendo las colillas de cigarro que estaban tiradas por el piso. Las que aún servían. Las levantaba. Las analizaba cuidadosamente. Les quitaba el polvo, la tierra. Luego, las guardaba ceremoniosamente dentro de la bolsa de su camisa ya rasgada. No era pobre, no se veía como tal. Podía comprarse todas las cajetillas de cigarro que pudiera. Eso lo supe cuando le dio un billete grande a un indigente que estaba durmiendo sobre el piso. Lo seguí en su camino. El hombre continuaba recogiendo colillas pisoteadas. En una de esas me acerqué a él y le hablé. Fue amable pero parco. Era comprensible. No desconfiaba de mí, porque sabía que si le hacía algo, le estaría haciendo un favor. Más bien, no quería perder su tiempo charlando con alguien con quien no iba a lograr nada. Le insistí en querer platicar con él. En saber sobre su vida. Él me ignoró durante un buen rato. Se dejaba seguir sin ningún problema. Pero no me hacía caso. Yo hablé tonterías durante todo ese tiempo. Hasta que se cansó, y me dijo directamente “Dame un buen golpe en el estómago, sácame el aliento”. Yo vacilé por un instante. No sabía si hacerlo o no. Para ese momento, aún no había descubierto mi instinto criminal, aún no gozaba con la mirada fría de los últimos instantes en esta vida. Quedé un momento sorprendido. El hombre dejó dibujar una sonrisa leve sobre su rostro, dio la media vuelta y se fue. Yo no supe qué hacer. De pronto, haciendo caso a un instinto, lo alcancé, lo tomé del hombro, y le di un golpe en el rostro. Él cayó casi noqueado. Le di puntapiés en el estómago, en la cara, en la espalda. Yo resoplaba mientras lo hacía, y el hombre no se defendía. Incluso, alcancé a escuchar una risa y un gracias, surgidas de su boca ensangrentada y fracturada. Después de un rato dejé de golpearlo. No se cuánto tiempo pasó, ni si lo había mal herido. El hombre respiraba con dificultad, pero satisfecho. Lo ayudé a sentarse. Hasta ese momento me di cuenta de que había hecho que todas las colillas de su cigarro se desparramaran otra vez sobre el piso. Los comencé a recoger, pero el hombre me dijo “no vale la pena, déjalos”. Sólo tomé uno, el más largo, para llevarlo a mi boca y fumar de él. El hombre, después de recobrar el aliento y algo de las fuerzas que le quedaban, me agradeció.
-Mucha gente hubiera huido al escuchar mi petición. – dijo el hombre.
-No soy como toda la gente. – Respondí yo. El hombre sonrió irónicamente.
-¿Cómo te llamas? – Preguntó.
-¿Importa?.
-No... realmente no.
Terminé mi cigarro. Lo ayudé a levantarse y a sentarse sobre una banca. Me dispuse a partir.
-No te vayas. Termina tu trabajo. - Me dijo el hombre.
-¿Qué quiere decir?
-Mátame. - Mi mirada se clavó sobre de él tratando de descifrar las intenciones de ese hombre que me miraba con ojos rotos, casi cerrados. - Mátame. Ya me dejaste mal herido. Sólo es cuestión de unos golpes más. Por favor.
-No lo hice para matarlo. – Dije finalmente.
-Pero... es sólo un paso más. Anda. Tuviste el valor... - El hombre no pudo seguir. Un dolor en el estómago lo dobló hasta que su cuerpo tocó de nuevo el piso. Me acerqué a él. - No queda mucho. Aunque te vayas, moriré por los golpes que me diste. Y te lo agradezco. Nadie antes tuvo el valor. Si me matas ahora, o muero en unas horas por tus golpes, es igual, para ti. De todos modos ya serás un asesino. –
El hombre se desmayó y me quedé frente a él. Respiraba, pero no le quedaban muchas horas de vida. Me quedé a su lado para no dejarlo solo en esos momentos. No me sentí culpable. Solo responsable. Me quedé con él hasta que volvió a abrir los ojos. Me quedé con él durante el tiempo en que duró su agonía. Me contó parte de su vida, y la mayor parte de su desgracia. Me quedé con él cuando faltaba mucho para el amanecer y sus ojos se clavaron sobre mí, muriendo poco a poco, tomando mi mano por la chaqueta y diciéndome que hubiera podido ahorrarle todo ese dolor, si hubiera querido matarlo de tajo hacía algunas horas. Yo no supe qué decir en ese momento. No supe qué hacer cuando la respiración se hizo más fuerte, la mano apretó con mayor anhelo chaqueta, mirándome con esos ojos, los últimos, con paz. Ahí conocí mi deseo oculto. Ahí descubrí mi verdadero instinto.
No me incomoda saber que voy a morir. Me incomoda el tiempo que pasa cíclicamente dejando los vestigios de alguien que ya no pertenece en este mundo, y que sin embargo, no puede todavía abandonarlo. Me han quitado todo tipo de posibilidad de suicidarme, y en realidad, no me interesa para nada. Es una estupidez. Me incomoda la comida magra que dan en este lugar. Me incomodan los lamentos y los gritos, los ronquidos y los flatos de los otros presos, que a penas presiento, pero que no puedo ver. Me incomoda el trato frío con ganas de ser burocrático de todos los encargados de este lugar. Lo único que me hace sentir bien, es la mirada felina de los carceleros que custodian cada una de las celdas. Cuando vienen, escucho sus pasos acercarse. Me gusta sentarme al filo de mi cama, y verlos asomarse dentro de mi claustro. Y me gusta mirarlos cuando me miran. Me gusta el desprecio que sienten y la sonrisa despectiva que me sueltan. Me gusta provocarlos mirándolos de frente, lamiendo con mi lengua el filo de mis dientes superiores. Me gusta el escupitajo que me lanzan. Me gusta su desprecio y mi osadía.
miércoles, 10 de febrero de 2010
Primera parte del relato a cuatro manos escrito por Arturo de los Santos y Dieter Quintero
8 de febrero, 2010, 12:00 a.m.
Tengo la sospecha de que me engaña.
No es una sospecha surgida hoy, sino que fue plantada dentro de mi cabeza hace un par de meses, y se ha ido gestando con el tiempo, al igual que una enfermedad silenciosa.
Pero ésta enfermedad ya comenzó a hacer ruido.
Al principio, cuando brotaron las primeras dudas, no quise darles crédito. Me pareció imposible que la mujer que ha sido mi novia por más de seis años haya decidido engañarme con otro hombre. Pero, con el paso del tiempo, ella manifestó ciertos indicadores que lograron que yo contemplara la infidelidad como toda una posibilidad… y temo mucho que se convierta en una realidad. ¿Que cuáles fueron estos indicadores? Bueno, me evade mucho, evita tomar llamadas en su celular cuando yo estoy cerca, inventa historias para justificar lo que hace en los días que no nos vemos y no permite que me acerque a su trabajo sin avisarle.
¿Necesito detallar más los fundamentos de mis dudas? Claro que no.
¿Acaso creyó que no me daría cuenta? ¿Yo? Entre todos los hombres, ¿yo? Por supuesto, habría podido engañar a cualquier otro sujeto; ya saben, uno con un coeficiente intelectual menor a ciento ochenta. Debo admitir que los esfuerzos que ha hecho para ocultarme su felonía no fueron del todo malos, al contrario; me sorprende mucho que lograran engañarme durante tanto tiempo. Sin embargo, una vez despertada mi desconfianza, no tuvo manera de ocultarme los signos que solamente yo soy capaz de percibir: el orden tan curioso en que acomoda las palabras cada vez que dice una mentira, los círculos que trazan sus ojos cuando se siente acorralada, la manera en que se truena sus dedos al inventar una excusa, entre otras. Sólo hay un detalle que me perturba, un elemento que me hace pensar que existe la remota posibilidad de que me equivoque, y que, por ende, ella no tenga ninguna relación sentimental/sexual con otro hombre, y es que no he podido detectar ningún remordimiento en sus acciones. En realidad, esa posibilidad, en vez de relajarme, me preocupa más, porque, si no hay remordimiento en ella, solamente existen dos opciones: o no ha hecho nada malo, o… no le importa hacerlo.
¿Y qué tal si no le importa hacerlo? Podría significar que dejó de amarme, o que me ha engañado por tanto tiempo que ya no se siente culpable. Podría ir más allá: la falta de remordimiento es un factor común en ciertas enfermedades de la mente. ¿Qué tal si…? ¡No! No, puedo aventurarme a hacer suposiciones; no pienso caer tan bajo. ¡Soy un científico, y necesito hechos! ¿Cómo dijeron en esa película? Ah, sí: “¡Hechos! Es lo único que importa. Sin ellos, la detección no es más que un juego de adivinanzas.”
Y yo no pienso adivinar, así que lo mejor será ir a recoger información.
Como mis investigaciones en la universidad han terminado y no tengo ningún motivo de distracción, esta noche pienso ir al bar en que trabaja Liliana para… observarla. Tal vez algunos pensarían que “espiarla” es un verbo más adecuado a la situación, pero no es así; cabe señalar que mis intenciones se acercan más a una comprobación científica que a un acto motivado por los celos. En fin, cuando llegue a su trabajo, permaneceré oculto entre las sombras, como esos personajes de las películas que tanto gustan a la gente, a pesar de sus distanciamientos con la realidad. Esperaré a que sea la hora de su salida, para saber si ha quedado de verse con alguien, lo cual es bastante probable, tomando en cuenta la forma en que evita que me acerque a ese lugar. En caso de que mis suposiciones sean correctas, y presencie la llegada de un tercer involucrado que dé muestras de compartir con ella algo más que una amistad, procederé a imaginar una manera de terminar con nuestra relación.
Eso es todo. Ése es todo el plan.
Se hace tarde; será mejor irme de una vez.
9 de febrero, 2010, 2:35 a.m.
No es muy común que yo lo diga, pero estoy confundido.
Resulta que seguí el plan al pie de la letra. Llegué al bar media hora antes de la hora de salida de los empleados, para buscar un lugar donde pudiera observar a Liliana. Encontré el punto perfecto en la esquina de una casa abandonada, desprovista del servicio de luz; como dije que lo haría, me oculté entre las sombras y me dispuse a esperar. Exactamente a la una de la madrugada, Liliana salió por la puerta trasera del establecimiento e hizo una llamada con su celular. Dos minutos después, un auto tripulado por un hombre hizo su aparición, se detuvo al final del callejón y abrió la puerta del copiloto para invitarla a subir.
Ella, por supuesto, aceptó.
Yo estaba muy lejos como para observar el rostro de Liliana o el del otro sujeto, así que no pude leer en sus rostros las emociones que experimentaban. Unos segundos después, se fueron. Debí acercarme más. Técnicamente, estoy igual que ayer: la única información que poseo es que hoy alguien pasó a recogerla cuando salió de su trabajo. Pero, hasta donde yo sé, podría tratarse de algún compañero, amigo o familiar que le hace el favor de llevarla a casa cuando los transportes públicos han dejado de funcionar. En otras palabras, me desvelé en balde, y debido a mi ineficaz esfuerzo, tendré que hacerlo de nuevo mañana para cerciorarme… y yo odio las pérdidas de tiempo.
Malditas sean las mujeres y sus secretos.
Iré a dormir; ya es bastante tarde y el sueño no me permite pensar adecuadamente.
ARCHIVO DE AUDIO NÚMERO 119 DEL DIARIO DEL DOCTOR ERNESTO DARÍO
10 de febrero, 2010, 2:45 a.m.
Me engaña.
Nunca pensé que tener la razón pudiera hacerme sentir tan mal.
Fui de nuevo al bar a la hora en que salen los empleados, y seguí exactamente el mismo procedimiento de la noche anterior, sólo que esta vez tuve la precaución de llevar unos pequeños binoculares para no perderme ningún detalle de lo que ocurriera entre mi novia y el conductor del auto azul.
El resto de la historia ocurrió casi igual que ayer: Liliana sale del bar y hace una llamada telefónica, un auto azul aparece al final del callejón, la puerta del copiloto se abre, ella sube… En definitiva, esta noche habría sido una réplica de la pasada de no ser por un pequeño detalle: el apasionado beso entre el piloto y el copiloto del vehículo azul. Ahora que lo pienso bien, tal vez ese detalle no represente una verdadera diferencia entre lo que pasó ayer y lo que pasó hoy; recordemos que anoche no contaba con unos binoculares y pude haberlo pasado por alto. Apenas sus labios se separaron, el auto arrancó y se perdió de mi vista.
Me engaña. Liliana me engaña.
Pero, ¿por qué? ¡Soy un genio, maldición! Si ella me lo hubiera pedido, yo habría ideado alguna manera para obtener recursos monetarios ilimitados, con la única intención de cumplirle todos sus deseos. ¿No se da cuenta de que, al engañarme, pierde más de lo que gana? Además, ¿qué puede tener el otro que no tenga yo? ¿Dinero? Poco probable: alguien con dinero no usaría una Caribe para pasear a su conquista. ¿Atractivo físico? No lo creo: lo vi con mis propios ojos, a través de unas lentes de aumento, y aún así no pude encontrar algún aspecto corporal en que me superara. Obviamente, la posibilidad de que sea más listo que yo queda descartada, por ridícula. Bueno, si no fue por nada de eso, ¿entonces por qué fue? Planteando la pregunta de otra manera: ¿qué obtiene de él que no puede obtener de mí? No me lo imagino; soy un novio formidable: interrumpo mis investigaciones para dedicarle una hora entera diariamente, y luego, hablo con ella por teléfono otra media hora aproximadamente, antes de dormir; le envió mensajes a su celular con bastante frecuencia; la invito a cenar o a compartir conmigo actividades recreativas al menos una vez por semana; le mando flores cada mes, justo en el día que nos hicimos novios; y, por si fuera poco, tengo la consideración de rebajarme a su nivel intelectual cada vez que intercambiamos ideas por cualquier medio. ¿Qué más puede pedir una mujer? ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Entonces, ¿por qué Liliana me engaña con un varón inferior a mí en todos los aspectos? No lo comprendo.
Y detesto no comprender las cosas.
Debo saberlo. Aunque me tome una semana, un mes o el año entero, debo averiguar en qué me supera ese hombre… por qué ella lo ha preferido a él. Estoy seguro de que puedo hacerlo; si algo he aprendido a lo largo de mi distinguida existencia, es que, si no puedo resolver un problema, es porque hay información que permanece oculta a mis sentidos.
Me pregunto qué factor no estoy contemplando esta vez.
Lo que sea, lo averiguaré mañana; los ojos se me están cerrando a causa del sueño.
ARCHIVO DE AUDIO NÚMERO 120 DEL DIARIO DEL DOCTOR ERNESTO DARÍO
11 de febrero, 4:05 a.m.
Acabo de volver del bar y yo… Lo que pasó ahí… ¡Fue terrible! No puedo creer que… ¡Oh, Dios mío, no! ¡No, no, no, no…! ¡Liliana, no! No puedo… no puedo respirar bien. La cabeza me da vueltas, y… creo que voy a vomitar. Necesito un trago. ¡Sí! Necesito un trago y aire… aire fresco.
No puedo hablar ahora.
No puedo…
Madre, perdóname.
¡Perdóname!
ARCHIVO DE AUDIO NÚMERO 121 DEL DIARIO DEL DOCTOR ERNESTO DARÍO
11 de febrero, 7:17 a.m.
Tuve que tomar un tranquilizante.
Me siento tan sucio que… No. No importa.
No importa.
Grabo estas palabras para dejar constancia del atroz hecho ocurrido hace aproximadamente seis horas, afuera del bar llamado “El Pub.” Era la una de la madrugada cuando llegué al lugar que me servía como escondite para vigilar a Liliana. Por un momento, temí haber llegado demasiado tarde y que ella se había ido, pues, a veces, cuando termina sus deberes antes de la hora de salida, su jefe la deja salir temprano. Como tampoco pude encontrar rastros de la Caribe azul, mis vacilaciones se intensificaron. Desgraciadamente, aún estaba a tiempo de verla porque, a los veinte minutos, salió por la puerta del establecimiento que da al callejón e hizo su habitual llamada telefónica. La vi esperar más tiempo del acostumbrado pero, quince minutos después, un hombre moreno, fornido y de mediana estatura, apareció caminando por la calle.
Rápidamente lo identifiqué como el chofer del auto azul.
Al principio, me extrañé de verlo llegar a pie, pero no presté demasiada atención a ese detalle; lo que me importaba era que había aparecido, y que eso a ella parecía alegrarla. Cuando lo vio, se lanzó a sus brazos y le plantó en la boca un beso cargado de pasión. Aquello me molestó más de lo que creí; pude sentir cómo mi pulso se aceleró y mi cara empezó a sonrojarse… supongo que eso es a lo que los escritores llaman “bullir la sangre.” Da igual; eso fue solamente el principio de mi auto-impuesta tortura.
Cuando terminaron de besarse, entrelazaron sus manos y caminaron lentamente hacia la avenida. De repente, él se detuvo. Liliana lo miró interrogativamente, pero con una sonrisa que yo ya había visto antes. La sonrisa que pone cuando pretende erotizarse.
—¿Qué pasa? —preguntó ella. No la escuché, pero sé que dijo eso porque la tenía de frente y pude leer sus labios con ayuda de los binoculares.
Como él estaba de espaldas, no pude saber qué le contestó… aunque no fue necesario averiguarlo porque, en ese instante, la atrajo para sí y procedió a pasarle las manos por todo el cuerpo. Ella no pareció molestarse con ese acto tan… salvaje, al contrario; decidió que lo mejor sería satisfacer sus propias necesidades carnales, correspondiendo las caricias.
Nunca antes había experimentado la ira, pero en ese momento, yo…
Entonces, Liliana lo detuvo. Dijo:
—Aquí no. Nos van a ver —y lo jaló hacia la esquina contraría del bar, una vieja tienda de abarrotes que coronaba una calle obscura y solitaria.
Y luego, su arrebato pasional no hizo más que aumentar. Ella le frotó la entrepierna por encima del pantalón, mientras que él se ocupaba en buscarle algo por debajo de la falda.
Fueron cinco minutos muy dolorosos para mí. Nunca pensé que sería capaz de sentir esa clase de dolor, y sin embargo, lo sentí. Mis manos sudaban, mi respiración se aceleró casi al doble y mis dientes comenzaron a castañear… pero nada de eso se comparaba con el vació que se me formó en el estómago. ¿Qué diablos fue eso? ¿Celos, acaso? ¿Es eso lo que las personas comunes y corrientes tienen que soportar cada vez que sufren una mala experiencia? ¿Eso es lo que ocurre cuando permiten que los sentimientos emerjan? ¿Cómo pueden vivir así? ¿De dónde sacan los ímpetus para despertar cada día y salir a la calle, si saben que existe la posibilidad de padecer tantas aflicciones? ¿Acaso los he menospreciado a todos y son más fuertes de lo que pensé?
¡Un momento! Me estoy desviando del tema principal. Seguramente, mi mente repele el recuerdo debido al tremendo shock que representa para ella.
¿En qué iba? Oh, sí… Ya recuerdo.
¡Oh, Dios… qué terrible es recordar!
Estaba muy obscuro. No había nadie cerca. Ningún ruido podía escucharse.
Yo mismo tardé mucho en darme cuenta que la estaba ahorcando.
Toda mi vida he pensado que solamente hay algo peor que cometer asesinato, y eso es no impedir uno si se tiene la oportunidad de hacerlo. Yo no lo impedí. No hice nada. Me quedé ahí, de pie, con los binoculares frente a mis ojos, tiritando de regocijo. ¡De regocijo! ¡Estaban matando a alguien frente a mis ojos y yo no lo impedí porque la víctima era la mujer que me había traicionado! Eso fue completamente inhumano…
No, peor aún: eso fue completamente humano.
¿De qué sirve el intelecto si los paroxismos siempre van a estar ahí para mermarlo? ¿La idea de un mundo civilizado y en paz es solamente una quimera inventada por soñadores ingenuos? ¿No podremos negar nunca nuestra irracional naturaleza? Yo mismo creí haber superado los impedimentos emocionales a los que estamos condenados los hombres, pero, si eso era cierto… ¿cómo pude permitir que tal atrocidad te pasara?
¡Oh, Liliana, perdóname…! Tu cadáver quedó abandonado en el piso junto a la basura, y tu asesino escapó impunemente porque yo no tuve la decencia de actuar correctamente. Me habría gustado decir que el miedo fue el culpable de mi inacción, pero la verdad es que en ese momento deseaba verte muerta por haberme humillado.
Lamentablemente, algunos deseos se cumplen.
Lo siento, mi… Oh, lo siento…
(Prolongado silencio en la grabación)
Y no puedo hacer nada. Ya es muy tarde.
(Silencio)
A menos que…
Sí.
¡Eso es!
Si cualquier otro se planteara la misma posibilidad, sonaría ridículo, pero yo… yo puedo hacerlo.
Y lo haré: encontraré a tu asesino.
Considerando la diferencia de intelectos que debe haber entre él y yo, no representará un problema mayor. Lo haré pagar por lo que te ha hecho. No sé, cómo lo voy a hacer, pero lo haré. Te lo debo: si permití que mis emociones me impidieran auxiliarte en el momento en que me necesitabas, entonces pondré a mi juicio a buscar la manera de enmendar mi error.
Ay, Liliana… ¿por qué te mataron?
Perdóname…
No se hable más: es hora de trabajar.
Fin de la primera parte. La segunda parte será publicada en una semana a partir de hoy, y será escrita por Arturo de los Santos. Pregunten su voceador de confianza, amiguitos.
martes, 2 de febrero de 2010
Del oficio de ser escritor
lunes, 1 de febrero de 2010
De Lost In Translation
sábado, 23 de enero de 2010
De esa película tan chingona que nadie peló: The Prestige
"Todo gran truco de magia consta de tres partes o actos. El primer acto se llama la Promesa. El mago te enseña algo ordinario: unos naipes, un ave o un hombre. Nos muestra ese objeto. Tal vez hasta nos pida que lo examinemos para asegurarnos de que es real, ordinario, normal... pero claro, probablemente no lo sea.
"El segundo acto se llama el Giro. El mago toma ese objeto ordinario y lo convierte en algo extraordinario.
"Entonces, el espectador busca el secreto, pero, por supuesto, no lo encuentra porque no investiga de verdad. En realidad, no quiere saber el secreto... en realidad, quiere ser engañado. ¿Por qué? Bueno, porque la gente está aburrida, sabe la verdad; el mundo es simple, miserable y sólido... sólido hasta la médula. Pero si el mago puede engañarlos aunque sea por un instante, los obligará a pensar, y con el pensamiento llegarán los sueños. Entonces, verán en el mundo algo especial.
"Por eso hay un tercer acto, el más difícil y peligroso de todos, llamado la Prestidigitación. Esa es la parte de los giros, en que el mago muestra algo que no se había visto antes. El espectador queda asombrado, aplaude y se va a casa confundido. Con suerte, se devanará los sesos tratando de explicarse lo que acaba de ver, y tal vez lo haga... pero nunca comprenderá que la verdadera magia del truco consistió en arrebatarle, aunque fuera por unos momentos, su confianza en la realidad."
Así empieza la película que aquí en México llamaron El gran truco, pero cuyo título original es The Prestige, haciendo alusión a la tercera fase de un truco de magia. Es una película bellísima y bastante compleja; para comprenderla en su totalidad, tienes que verla dos veces, o hasta más. No digo que tengas que verla con una libreta y un lápiz en la mano, no; lo que quiero decir es que la trama es un pequeño rompecabezas, cuyas piezas son dadas al espectador una por una, y no siempre en orden.
The Prestige trata de dos magos que rompen su amistad al iniciarse una competencia entre ellos para saber quién es el mejor. La película comienza con una escena en que vemos cómo uno de los magos muere asesinado por su contrincante, y de ahí en adelante, la historia se desarrolla por medio de flashbacks, incitados por la lectura del diario de la víctima. A lo largo de los pasajes de las memorias, conocemos el punto de vista del muerto, y cómo fue que progresó en su carrera de ilusionista. Para apoyar ese relato, también tenemos los recuerdos del mago que quedó vivo, con los cuales podemos ver ambas caras de la moneda. Y, siendo sinceros, ninguna de las dos está completamente limpia. La magia, bien vista, es un asunto harto sucio.
Sacrificios. Ahora que lo pienso mejor, el filme entero trata de sacrificios.
Uno de los trucos que se describen en la película es aquél en que se desaparece una jaula con un ave en el interior. El mago coloca la jaula sobre una mesa y la cubre con una tela. Después de asegurarse que los espectadores están poniendo atención, aplasta la jaula con las manos y quita la tela con un rápido movimiento de la mano. La jaula ha desparecido. Unas palabras mágicas después, el ave reaparece en su mano, vulgarmente dicho, como por arte de magia.
El truco consiste es que la jaula sea plegable y que la mesita tenga un compartimento dónde esconderla una vez que se haya doblado. En realidad, la pequeña mazmorra del pajarito queda compactada y escondida dentro del tablero de la mesa. Por supuesto, el mago tiene otro pajarito escondido dentro de su saco, el cual hará aparecer durante la Prestidigitación.
¿Y el ave original? La que estaba adentro de la jaula, ¿dónde quedó? Pues quedó hecha mierda, porque el mago aplastó la jaula de golpe para esconderla dentro de la mesa.
Cuando uno de los magos estelares de la película se entera de cómo se lleva a cabo este truco, se niega a incluirlo en su presentación.
—No pienso matar a ningún pobre pajarito —le dice a su tutor.
—Pues entonces, olvídate de ser mago —replica el otro—. En este negocio hay que ensuciarse las manos, y hacer ciertos sacrificios.
Sí: sacrificios. A decir verdad, son el ingrediente principal de la historia. Uno queda verdaderamente sorprendido cuando descubre cuáles fueron los sacrificios que estos personajes hicieron para convertirse en los mejores.
The Prestige es un trabajo fascinante, y dirigido bellamente por Christopher Nolan. Los actores principales son Hugh Jackman, Christian Bale, Scarlett Johansson y Michael Caine. La música la hizo Hans Zimmer, y la verdad está muy decente. Recomiendo un chingo esta película, pero un chingo. También sugiero que la vean en la noche; no es porque vayan a espantarse o alguna mamada así, sino porque con esa ambientación se disfruta mejor.
Deberían comprarla. Ya está bien barata.
viernes, 15 de enero de 2010
Del chavo ese que se llamaba Tom Sawyer
¿Hasta ahí vamos bien?
Bueno, el muchachito era un güevón, un abusivo y un timador consumado, a pesar de contar con tan pocos años en su existencia; pero, aún así, el cabroncete no podría caerte mejor cuando lees sus aventuras. ¿Por qué es así? Bien, la respuesta es harto sencilla: porque Mark Twain era un chingón. ¿Y cómo llegó a serlo? Pues en realidad no es posible saberlo con certeza, pero de algo sí estoy seguro: tenía que ver con que fuera humorista. Las personas que saben reírse son las que se atrevieron a desentrañar los misterios de la vida, y que, cuando lo lograron, comprendieron con cierta decepción que la existencia y todos sus conceptos no son más que un chiste que no ha acabado de contarse. Ahora bien, no se confundan: por "personas que saben reírse" me refiero a aquellos que saben restarle importancia a las cosas que usualmente son consideradas demasiado importantes, y manifiestan sus opiniones con comentarios graciosos, que a veces pueden caer en lo grosero, dependiendo quién las escuche. Twain era uno de ellos. Cuando escribió Las aventuras de Tom Saywer, todavía no había sido azotado por el culerísimo látigo de la vida, y por eso, la obra está llena de inocencia y diversión; ambas cualidades llevan el nombre de Tom Sawyer.
Desde el principio del libro, Tom hace de las suyas, engañando a su amada tía Polly y a Jim, un muchacho negro que vivía con ellos. Luego, cuando lo obligan a pintar una valla, engaña a todos los ñiños del vecindario para que lo hagan por él, diciéndoles que esa actividad es lo más divertido que pudieran imaginar.
Desde el principio, la novela hace que te cagues de la risa. Está llena de momentos así. Ahora mismo se me viene a la cabeza otro capítulo en que Tom engaña a sus compañeros de la escuela dominical, es decir la religiosa. Hace trampa para obtener una Biblia que la escuela otorgaría al alumno que hubiera aprendido más versículos de memoria. Para mala fortuna de Tom, un juez asistió a la ceremonia en que le darían el premio. Cuando el chico pasó a recibir sus Sagradas Escrituras, el juez le pidió que demostrara su conocimiento diciéndole a todos los asistentes quiénes fueron los primeros dos discípulos de Jesucristo. Después de un silencio largo e incómodo, el chico respondió:
—¡David y Goliat!
Como verán, no leer ese libro es una verdadera pendejada. Tabién sería bastante sano que leyeran más cosas de Twain, nomás para que se den una idea lo que es ser chingón, a ver si se les pega algo. Era tan chingón que, a pesar de haber abandonado la escuela cuando niño, recibió el doctorado honoris causa por la Universidad de Oxford.
Neta.
Ahí lo leen y me dicen qué les pareció.
sábado, 9 de enero de 2010
Otras seis cosas que no sabías de Sherlock Holmes y que igual te valen pura macana
2—Existe un personaje parodia del Holmes, llamado Herlock Sholmes.
3—Holmes vive en el 221-B de Baker Street; el Dr. House, personaje basado en el detective, vive en el departamento 221-B.
4—Después de abandonar su carrera como detective, Holmes se fue a vivir a Sussex para dedicarse a la apicultura.
5—Holmes fue el primero en vaticinar la llegada de la Primera Guerra Mundial.
6—Cuando Doyle falleció, su residencia en Londres fue convertida en el 221B de Baker Street.
Y creo que eso es todo por ahora.
miércoles, 6 de enero de 2010
Diez cosas que no sabías de Sherlock Holmes y que seguramente te valen pura madre
viernes, 1 de enero de 2010
Ya vi Sherlock Holmes
En resumen, Sherlock Holmes es un chingón.
Lo primero que me sacó de onda fue la discrepancia entre la apariencia física del Holmes de los libros y la del Holmes de la película. El de las historias es un tipo alto, elegante y frío como la chingada (que es muy fría); el de la película es chaparrito, jovial y, a veces, cálido. Lo segundo, y lo que más me sacó de pedo, fue que el Holmes de la película se permitiera hacer algunas bromas. ¿Bromas? ¿Holmes? No me cuadró para nada. Apenas vi el trailer del filme, creí que iba a ser una mamada.
Me equivoqué.
Está pocamadre la pinche película. A pesar de que es bastante predecible en algunas partes, se compensa con todas las sorpresas que te da. Vemos a un detective valemadres y astuto, pero sobre todo, simpatiquísimo. Justo cuando la película iba a la mitad, me di cuenta que todos los cambios que le hicieron al personaje estaban bien justificados; después de todo, es el siglo XXI, y ya hay muchas películas del otro Holmes, el viejo.
Las actuaciones son bien buenas; obviamente destacan las de Downey Jr. y Law, pues no solamente acertaron en la exposición de sus respectivos personajes, sino que también hacen una maravillosa mancuerna. Aunque al principio dudé de las capacidades de ambos para explorar a Holmes y a Watson, definitivamente te dejan satisfecho.
La música está chula. La hizo Hans Zimmer, y lo más destacable es el uso de las cuerdas y el tema de Holmes. El soundtrack fue nominado al mejor score del año, pero no tengo ni idea si ganó o no.
Total, Sherlock Holmes (la película) es una buena opción para gastar tu dinero y dos horas de tu "sagrado" tiempo. Si eres fan, te dejará satisfecho, si no, igual te la pasas chévere.
Sherlock Holmes (el personaje) rockea.
16 propósitos de Dieter para el año 2010
Mis propósitos de año nuevo son:
1) Bajar de peso.
2) Terminar de escribir mi libro.
3) Decirles a mis amigos lo mucho que me importan y prometerles que nunca voy a abandonarlos.
4) Reemplazar a todos mis amigos.
5) Viajar a la tierra de Oz para pedirle un corazón al Mago.
6) Colmar los suburbios de asesinatos y violaciones.
7) Inculpar a alguien de un crimen que no ha cometido.
8) Inventar algo que nadie necesite y todos quieran comprar.
9) Iniciar una epidemia mortal.
10) Convertir mi epidemia en una pandemia.
11) Volver mala a una persona buena.
12) Volver loca a una persona cuerda, de preferencia que sea una diferente a la que volví mala.
13) Comprar un esclavo.
14) Destruir Francia.
15) Iniciar una Guerra Mundial y no participar en ella.
16) Conquistar el mundo.
Será un año genial.
Feliz 2010, zoquetes. Los amo.